La pérdida de la idiosincrasia de tu personalidad me puede parecer más terrible que el dolor más agudo o la agonía más lenta. En mi familia, que yo sepa, no hay antecedentes, pero mi forma de ser dispersa, con déficit de atención, tendenciosa a la fantasía desmedida junto a una más que precoz inclinación a acumular objetos, me llevan a pensar que pueda ser propensa a un síndrome de Diógenes (como ya llegué a postear en varias ocasiones), a brotes de esquizofrenia junto a una irremediable demencia senil.
Como siempre he gozado de una extraordinaria memoria, me llama la atención el Alzheimer precisamente. Además siempre he vivido del pasado. No de las rentas de lo vivido sino que siempre he personificado mucho mi infancia sobre todo y mi adolescencia. Me acuerdo de las cosas con facilidad pero el haberlas retrotraído al presente tantas veces también influye. Y algo que me perturba es cómo el enfermo se percata, a veces con mucha antelación. Me he dado cuenta con el caso de Pascual Maragall que protagoniza el documental Bicicleta, Cuchara, Manzana, las tres palabras que hacen repetir al enfermo para medir el grado de deterioro. Un lentísimo proceso. No sé si es más cruel eso que una muerte sobrevenida pero ya digo, me llama la atención que el propio enfermo sea consciente y se percate de los primeros síntomas. Porque una vez que la enfermedad avanza, serán los familiares, la gente que le rodea en general los que lo vivan y lo sufran. Una vez más, se pone de manifiesto el sacrificio del familiar acompañante.
Pero la crueldad de esta enfermedad no se limita a cuidar de un enfermo sino en presenciar, día a día, la pérdida de identidad.
Qué somos los humanos sin memoria. Qué somos sin recuerdos. Qué somos sin reconocer al otro. Qué somos sin saber quiénes somos.