... La señora de Winter solía usar el gabinete por la mañana (...). Éste era un cuarto de mujer, gracioso, delicado, el cuarto de alguien que hubiera escogido con gran cuidado cada uno de los muebles, para que cada silla, cada florero, cada detalle estuviera en armonía con el todo y con la personalidad de su dueña. Parecía como si hubiera puesto el cuarto diciendo: "Esto, para mí; y esto, para mí. Y esto, y esto también". Eligiendo entre los tesoros de Manderley todo lo que le había agradado, rechazando lo corriente y lo mediocre, eligiendo con seguro instinto únicamente lo mejor de lo mejor. No había allí mezclas de estilo ni confusiones de época y el resultado era de una perfección sorprendente y aun asombrosa, no fríamente severa como la del salón que se enseñaba a los turistas, sino lleno de vida, compartiendo algo del resplandor y la exuberancia de los rododendros que se estrechaban bajo la ventana (...).
Me senté al escritorio y me extrañó que aquel cuarto tan encantador y perfecto de colorido, fuese al mismo tiempo tan práctico, tan marcadamente eficiente. No sé, pero hubiera yo supuesto que una habitación como aquella, amueblada con gusto tan exquisito no obstante la exagerada profusión de flores, tenía que ser un lugar de belleza pura, íntimo y bueno para el descanso.
... Pero aquel escritorio, aunque bellísimo, no era un lindo juguete donde una mujer se sentara a escribir cartitas, mordiendo la pluma y abandonándolo luego durante varias semanas, con la carpeta algo torcida. Las casillas interiores estaban marcadas: "Cartas pendientes", "Cartas para archivar", "Casa", "Finca", "Menú", "Varios", "Direcciones". Las etiquetas estaban todas escritas con aquella letra muy sesgada y picuda que yo ya conocía, y me sorprendió, casi me sobrecogió, al reconocerla, pues no la había vuelto a ver desde que quemé la página del libro de versos, y creí que nunca más la volvería a encontrar.
En estos días de estremecedora efeméride, me acuerdo de que hace 70 años del estreno de Rebecca. No hacen falta recordatorios ni fechas, siempre hay un motivo -y un momento- para revisionar y disfrutar de la obra hitchcockiana.
La protagonista sin nombre, la casa solariega de ensoñación, el amor sin comunicarse. Las malas que son tontas y las buenas que son listas. La novela es un folletín perversamente delicioso. Fue mi descubrimiento de un verano tras encandilarme una vez más con la película más british de su autor.
La protagonista sin nombre, la casa solariega de ensoñación, el amor sin comunicarse. Las malas que son tontas y las buenas que son listas. La novela es un folletín perversamente delicioso. Fue mi descubrimiento de un verano tras encandilarme una vez más con la película más british de su autor.