Ésta es la historia de un muchacho pobre. Aquel muchacho tenía la sonrisa más agradable del mundo, era una sonrisa franca, sin concesiones, solía ser breve en la extensión de sus comisuras y rápida en su manera de abrir la boca. Es entonces cuando el labio superior se le plegaba y dejaba asomar unos dientes blanquísimos. Al hablar tenía una forma peculiar de asomar las paletas mientras balanceaba la cabeza. Y de pasarse los dedos por la sién. Más que hablar, narraba. Relataba, fabulaba, explicaba, enseñaba sin aleccionar. Uno perdía la cuenta de los temas que ensartaba, pero nunca te perdías en los circunloquios de sus historias. Siempre había un punto de referencia invisible al que llegaba. Pero llegaba a su estilo. Ese estilo, el más antiacademicista que he visto, era el mejor. Si me preguntas por qué, no lo sé. Me gustaba. El placer de escuchar a ese muchacho podía superar al chocolate. Te quitaban el postre y salías ganando con la conversación de aquel muchacho.
Aquel muchacho tenía una bicicleta. La había acondicionado para que un pequeñajo se subiera en ella pero no podía llevársela. Por aquél entonces los kilómetros se le acumulaban en su cuerpo, fornido, nada atlético. Un cuerpo para luchar de alguien que sólo utilizaba la palabra para razonar. El suyo era un pacifismo sutil, sin palabrerías ni demostraciones. Llevaba luchando toda su vida ante mil avatares y siempre salía de ellos. Maltrecho, dolorido, diríase que haste perplejo, pero entonces cogía un Jack Daniels y te contaba una historia. Y siempre una con sonrisa en los labios. Pero no era una mueca o un gesto en la cara, no. Era una expresión que nacía en sus ojos, que aleteaba en su nariz grandota y que te llegaba sin rodeos. Era una sonrisa con chispas, con mucho brío, sin estridencias. En ocasiones era una sonrisa cálida que te envolvía y te abrigaba como si lo hicieran sus fuertes brazos.
Aquel muchacho tenía una guitarra. Conocía los compases antes de tenerla por vez primera en sus manos. Sus correrías le llevaban la delantera. Eran muchas vidas vividas, muchas heridas cicatrizadas, muchas resacas, muchos sueños, muchas mujeres de humo y muchos tipos con malos humos. Aquel muchacho era feliz con su guitarra, incansable su manejo con ella. Un día se la quitaron pero sus dedos seguían el acorde porque nadie roba el blues. Nadie roba la ilusión, ni las ganas, ni él animo, ni la entereza. Nadie roba una sonrisa y aquel muchacho tiznado, hijo adoptivo del Mississippi, era un buen derrochador de sonrisa.
Aquel muchacho tenía un amigo. Éste se había sentido solo y un tanto desorientado hasta que recibió un mensaje en cierta lengua que sólo ellos conocían. Y luego estaba otro, amigo suyo de juventud, que desde entonces no podía tener mejor compañero de garitos, de historias, de la vida. También tenía otro amigo. Era asombrosa la buena conexión entre ambos. Más que tocar juntos parecían estar hechos de la misma cuerda. Y luego estaban los otros dos, uno de ellos supo darle justo lo que necesitaba en el momento más apropiado. Tenía amigos. No hace falta que fueran muchos o pocos, que fueran buenos amigos o no. Cada uno se sentía el más importante, el más apreciado por aquel muchacho.
Aquél muchacho tenía libros y con uno de ellos hizo inmensamente feliz a una muchacha. Nunca sabría, el que nada tenía, todo lo que le había dado a ella en aquel mediodía otoñal.
- ¿Aquí acaba la historia?
- Pues no lo sé, me la he inventado sobre la marcha.
- Yo conozco a la muchacha. Ella dice "que todo se arreglará".
- ¡Eso son palabras. No hechos!. Hechos es lo que desprende ese muchacho. Si supieras lo agradable que es siempre. Haya ocurrido lo que sea, sea el momento que sea. Siempre tiene una sonrisa en esta vida de mierda.
- Con una sonrisa como la de ese muchacho la vida deja de ser una mierda.
- Eso es cierto.
Aquel muchacho tenía una bicicleta. La había acondicionado para que un pequeñajo se subiera en ella pero no podía llevársela. Por aquél entonces los kilómetros se le acumulaban en su cuerpo, fornido, nada atlético. Un cuerpo para luchar de alguien que sólo utilizaba la palabra para razonar. El suyo era un pacifismo sutil, sin palabrerías ni demostraciones. Llevaba luchando toda su vida ante mil avatares y siempre salía de ellos. Maltrecho, dolorido, diríase que haste perplejo, pero entonces cogía un Jack Daniels y te contaba una historia. Y siempre una con sonrisa en los labios. Pero no era una mueca o un gesto en la cara, no. Era una expresión que nacía en sus ojos, que aleteaba en su nariz grandota y que te llegaba sin rodeos. Era una sonrisa con chispas, con mucho brío, sin estridencias. En ocasiones era una sonrisa cálida que te envolvía y te abrigaba como si lo hicieran sus fuertes brazos.
Aquel muchacho tenía una guitarra. Conocía los compases antes de tenerla por vez primera en sus manos. Sus correrías le llevaban la delantera. Eran muchas vidas vividas, muchas heridas cicatrizadas, muchas resacas, muchos sueños, muchas mujeres de humo y muchos tipos con malos humos. Aquel muchacho era feliz con su guitarra, incansable su manejo con ella. Un día se la quitaron pero sus dedos seguían el acorde porque nadie roba el blues. Nadie roba la ilusión, ni las ganas, ni él animo, ni la entereza. Nadie roba una sonrisa y aquel muchacho tiznado, hijo adoptivo del Mississippi, era un buen derrochador de sonrisa.
Aquel muchacho tenía un amigo. Éste se había sentido solo y un tanto desorientado hasta que recibió un mensaje en cierta lengua que sólo ellos conocían. Y luego estaba otro, amigo suyo de juventud, que desde entonces no podía tener mejor compañero de garitos, de historias, de la vida. También tenía otro amigo. Era asombrosa la buena conexión entre ambos. Más que tocar juntos parecían estar hechos de la misma cuerda. Y luego estaban los otros dos, uno de ellos supo darle justo lo que necesitaba en el momento más apropiado. Tenía amigos. No hace falta que fueran muchos o pocos, que fueran buenos amigos o no. Cada uno se sentía el más importante, el más apreciado por aquel muchacho.
Aquél muchacho tenía libros y con uno de ellos hizo inmensamente feliz a una muchacha. Nunca sabría, el que nada tenía, todo lo que le había dado a ella en aquel mediodía otoñal.
- ¿Aquí acaba la historia?
- Pues no lo sé, me la he inventado sobre la marcha.
- Yo conozco a la muchacha. Ella dice "que todo se arreglará".
- ¡Eso son palabras. No hechos!. Hechos es lo que desprende ese muchacho. Si supieras lo agradable que es siempre. Haya ocurrido lo que sea, sea el momento que sea. Siempre tiene una sonrisa en esta vida de mierda.
- Con una sonrisa como la de ese muchacho la vida deja de ser una mierda.
- Eso es cierto.
Para J.,
en sempiterno estado de apuros con su permanente sonrisa.
en sempiterno estado de apuros con su permanente sonrisa.